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ISSN 1989-4163

NUMERO 71 - MARZO 2016

De Derechos

Carmen Andreu

 

     

Las primeras luces del día me sorprendieron  leyendo, me había adentrado en los personajes de tal modo que llegué a ocupar el lugar de la protagonista, sin apenas darme cuenta.

La fuerza de ésta última la convertía  en un  símbolo, en la representación de una realidad que no solía tener en cuenta.

Era la madre de un joven con una discapacidad, no la adquirió con el tiempo, nació con ella; era una persona con discapacidad  intelectual.

Desde muy pequeño se supo distinto, no lo incluían en los juegos, no lo invitaban a los cumpleaños, se burlaban de él, pensaba que la culpa era suya pero no sabía porqué.

Pudo ir a la escuela, la ley le amparaba, pero apenas aprendió nada, sus profesores no tenían idea de cómo enseñarle, tampoco entendían para qué hacerlo.

No pudo trabajar, nadie confió en él.

No tuvo amigas, ni novias, se sintió muy solo durante mucho tiempo.

Pero tenía a su madre, quien con muchas dificultades le enseñó todo lo que pudo y eso le ayudó tanto que, en ocasiones era feliz, podía comprender algo del mundo a través de las historias que ella le leía.

Ella era fuerte y sana, pero estaba tan cansada!!

Tanto, que un día enfermó y poco a poco dejó de leerle y de atenderle y de atenderse, se marchitó con él y murieron de cansancio y de tristeza, en soledad, nadie les ayudó, a nadie le había interesado su existencia.
          
Yo seguía llorando, lloré hasta la extenuación imaginando esa vida tan vacía y tan llena al mismo tiempo, tan llena de la vida de una madre que abandonó la suya por la de su hijo, sabiendo que no había futuro para ninguno de los dos.

Cuando ya no pude llorar empecé a reflexionar:

Esa madre no pudo elegir.

Ese joven tampoco lo hizo.

Ambos estaban condenados a la soledad.

Nadie les dio una oportunidad y me refiero a los políticos, a las instituciones; no hubo una apuesta escolar, ni  laboral, ni asistencial.

Al sistema no le importaban, ni la madre ni el joven.

Cuando hubo dificultades económicas, los primeros recortes los sufrió el joven discapacitado, le cerraron el centro al que asistía, suprimieron subvenciones, le dejaron en la calle, aislado  entre cuatro paredes, al recaudo de una madre exhausta.

Sin embargo, son esos políticos, esas instituciones, los que reclaman el derecho a nacer de cualquiera, sufra la discapacidad que sufra. Los que defienden el internamiento indefinido de enfermos mentales con responsabilidades penales.

Llaman derecho a esa forma de existir, al tiempo que se olvidan de que nacer les otorga todos los derechos que les niegan.

También se olvidan de que esa madre tenía derechos desde el día que nació y que los perdió acompañando en solitario a ese joven, durante su paso por la vida.

Quizá sí tuvieran los responsables políticos la capacidad, la empatía necesaria para pensar en ese joven y  esa madre, en sus sentimientos y anhelos, en lugar de asegurarse una cartera ministerial,  no seguirían adelante con normas  que humillan a la condición humana en nombre de la condición humana.

Quizá sí todos nosotros nos uniéramos en la defensa de la dignidad, esas normas no verían la luz por falta de legitimidad.

No le correspondía a nadie más que a esa madre, decidir qué quería hacer con su vida, tampoco a nadie más que a ese joven, si pudiera, decidir sobre la suya.

No le corresponde a nadie discriminar a enfermos mentales frente a los demás, con las mismas responsabilidades penales.

Quizá sea necesario leer la historia que leí, mirar a nuestro alrededor y dejar, por un instante, de observar nuestro reflejo.

La deslegitimación de la clase política es consecuencia directa de su hipocresía y sordera institucional.

 

 

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